Quizás porque la tecnología nos ha acostumbrado a que todo tiene que ser de ahora para ahora, o tal vez porque representan la fantasía que todos en algún nivel albergamos, de cambiar las cosas en un mero abracadabra, en los últimos tiempos se han multiplicado esos programas de televisión especializados en hacer, en un tiempo mínimo, cambios asombrosos. Ese culto televisivo al “make-over” (que en español sería algo así como “rehacer”) comenzó con arreglitos de estética para mujeres. Llega una señora toda desabrida, hace la historia de cómo su vida pasa entre platos sucios y niños majaderos, y luego de sucesivas sesiones con el estilista, el maquillista, el colorista, y de empaquetarse en ropa de diseñador cuyo costo equivale al pago de un mes de renta, termina toda regia. Es la imagen misma del glamour, como acabadita de salir de un yate anclado en la Riviera Francesa.
No sólo cambian la imagen de la gente estos programas, los hay que cambian la vida completa. Desde el español “Operación Triunfo”, que ha convertido a par de docenas de desconocidos en rutilantes estrellas del firmamento de la canción hasta las varias ediciones de programas norteamericanos para encontrar la pareja ideal, con la televisión de la transformación podemos a aspirar a una vida más cambiada que si nos alteraran el mismísimo ADN.
Los ingleses han sido los pioneros en otro renglón de los “make-overs”. Parece que como se les agotó hace rato el sueño imperialista de cambiar el mundo a tiros e invasiones, se han dedicado a cambiarlo habitación por habitación. Su especialidad (copiada prontamente por los estadounidenses) son las redecoraciones relámpago. El mejor programa de este tipo es el de las parejas que, con la ayuda de un equipo de “estilistas del hogar”, intercambian sus casas por cuarenta y ocho horas para rediseñar unos alguna habitación de los otros. Aunque ha habido casos muy tristes en los que alguna pareja ha tenido que regresar a un dormitorio con paredes violeta (de ese color funeraria intenso), o a un comedor al que le falta la colección de juegos de té que se le cayó al decorador, la verdad es que la mayoría de las habitaciones, luego de dos días de furioso empeño, parecen salidas de una de esas revistas que se leen en la fila del supermercado.
Como vivo en un apartamento, se me hace especialmente exótico el programa en que unos ingleses de lo más simpáticos y a los que casi no les entiendo palabra, preparan jardines. Mi favorito es el episodio especial en el que, de sorpresa, le arreglan el patio a la casa de Nelson Mandela. Luego de comprobar cómo esos genios de la azada han convertido en sólo dos días un terreno yermo en un rincón de solaz aderezado con artesanías sudafricanas, un emocionado Mandela descubre que en la fuente que han colocado al fondo, está la piedra de molino de la casa de sus padres. Alentados por esa idea, mi esposo y yo nos hemos traído de Aguada la piedra de molino de la familia de él. Ahora sólo nos faltan el patio y los jardineros ingleses.
Son de lo más entretenidos esos programitas, pero como decía mi mamá sobre los libros, lo que está allí es una cosa y la vida es otra, y en la realidad nuestra de todos los días, andan escasas esas transformaciones milagrosas. Por eso, cuando veo la conmoción que se forma cada vez que se anuncia una de esas candidaturas a puestos electivos que son como sacadas de la manga, me parece que hay personas que piensan que la decisión de dedicarse a la vida política es algo así como un “make-over” televisivo. Apareciste, parecía que no tenías lo que se necesitaba para un buen resultado, pero contra toda probabilidad se dio una fabulosa metamorfosis, le modelaste a la cámara y ya. La parte difícil es que de la misma manera que la belleza inventada por un estilista dura hasta que el maquillaje se corra, o que el jardín sólo se ve perfecto mientras no crezca otra vez la yerba, esas infatuaciones con la vida pública necesitan, para resistir el embate del tiempo, mucho más que una súbita intervención reformadora.
No es culpa, hay que aclarar, de los que piensan que con cierto grado de reconocimiento público tienen todas las cualificaciones para integrarse a la vida política. Creo que la mayoría, si no todos, tienen buenas intenciones y la posibilidad de aspirar a un puesto electivo es su forma de manifestar el desencanto general ante la oferta política de los partidos que se han turnado en el poder y su deseo de ver un cambio que, como esos de la tele, se logre en un chasquear de dedos. El problema está en las instituciones políticas que, desesperadas ante el descrédito que se han ganado, incapaces de generar verdaderos líderes de entre sus propias filas, buscan sustituir con músculos, curvas o fama, lo que debe ser el resultado de vocación, sensibilidad y constancia. Y no es que ser vedette o modelo o malabarista incapacite a alguien para ser candidato. Es que cuando esos partidos buscan reclutar aspirantes de entre la farándula, como que a nadie le preocupa qué piensan esas personas de la privatización de los servicios de salud, o de la pena de muerte o de los derechos de la mujer trabajadora. Carcomidos y desbandados, esos dos partidos han llegado a ese punto fatal en el que lo esencial ya no les importa.
Hay cambios para los que no hay diseñador ni jardinero que valga. A veces no bastan ni la magia ni el nacer con buena estrella- sólo hay que preguntarle a ese otro gran favorito de estos tiempos, el Harry Potter de los libros para niños, que aún tras ser señalado desde la cuna para convertirse en un gran mago, igual tiene que ir a la escuela y aprender sus lecciones de la forma más dura.
Donde tiene que darse un cambio verdadero es en el sentido de responsabilidad política de los votantes puertorriqueños. No es suficiente el escandalizarse ante la mediocridad de los de siempre; hay que dar el paso para escoger a los que han probado que lejos de ser un invento de ocasión, están hechos para el trabajo y la constancia. Sólo así comenzaremos la transformación difícil pero permanente, de este Puerto Rico en uno mejor.