Como para morirse. Así están las cosas con la salud en Puerto Rico. En una misma semana han salido a relucir –otra vez– los temas de los aumentos salariales a las enfermeras, los seguros de impericia médica, la siempre precaria situación de Centro Médico y la angustia perpetua de la salud mental. Cuatro noticias sobre lo más fundamental en la vida, y ninguna buena.
En el caso del veto de la señora gobernadora al proyecto de ley que concedería un aumento de sueldo y otras mejorías en las condiciones de trabajo a las enfermeras, hay doble razón para indignarse.
Primero, porque se perdió la oportunidad de hacer justicia a uno de los sectores trabajadores más esforzados en Puerto Rico.
Cualquiera que haya pasado por la experiencia de una hospitalización (a nosotros nos tocó con nuestro bebé de apenas siete semanas), sabe bien que es el personal de enfermería el que lleva en sus hombros el funcionamiento de cualquier hospital.
Tan indispensable es la función de las enfermeras, que su escasez ha llevado a algunas instituciones hospitalarias a cerrar secciones completas.
Puede un hospital contar con los médicos más competentes o el equipo más sofisticado, y si faltan las enfermeras, hasta ahí llegó. Por un lado se paraliza una importante operación económica, y por otro, mucho más crucial, se limitan las posibilidades de que más gente enferma reciba mejores servicios de salud. Por encima del asunto laboral, los esfuerzos para impedir la emigración de más enfermeras van al corazón de los sistemas de salud públicos y privados y de su capacidad de velar por nuestra población.
Pero hay algo más en lo de las enfermeras. Recuerdo que cuando asumió su cargo la señora gobernadora, la pregunta obligada en todo foro en el que participaran mujeres políticas era qué diferencia representaría una mujer gobernadora. Ya hemos visto: ninguna. Con su veto al proyecto de las enfermeras, la primera mujer gobernadora de Puerto Rico le ha dado la espalda a una clase profesional compuesta en su inmensa mayoría por mujeres. Vemos así –validado por una mujer– lo que todavía subsiste del discrimen por género en el trabajo: negarle compensación adecuada a una profesión, dominada por mujeres, pero que requiere tanta preparación y esfuerzo como otras profesiones mejor remuneradas ejercidas mayormente por hombres.
Para negar su apoyo a las enfermeras la gobernadora recurrió al argumento recalentado de cada vez que se propone legislación para beneficio de los trabajadores: el bendito ‘impacto económico”. Si le hubiera tocado gobernar décadas atrás, me imagino que la señora Calderón habría estado en el bando de los que se oponían al salario mínimo o a la licencia con paga por maternidad, que en su momento se caracterizaron como el principio del fin de la industria y el comercio. Lo que a nadie en Fortaleza parece importarle es el “impacto económico” del otro lado, el lado de tantas mujeres trabajadoras.
Por el contrario, poco le faltó a doña Sila para regañar a las enfermeras de puro malagradecidas que son; después de todo, aunque duro y mal pagado, por lo menos tienen trabajo.
Claro que si sigue el tranque entre las aseguradoras y los médicos con los seguros de impericia, se notará menos la falta de enfermeras porque ya no habrá ni doctores que internen a la gente. Y como siempre pasa, le tocará a Centro Médico, que hace rato que no da abasto para la función que aun sin crisis de impericia tiene que cumplir, llenar el vacío que dejen los médicos que no puedan renovar su seguro.
Un recordatorio a esos neoliberales a ultranza, de que a la hora de la hora, es el Estado el que responde por el bienestar de sus ciudadanos.
Esto de la función del Estado nos lleva al otro tema de la semana. El grupo de Convergencia por la Salud Mental anunció su endoso al programa de salud mental presentado por el candidato PPD a la gobernación –pero sugiriendo que se incorporen las propuestas del PIP en cuanto a revertir el proceso de privatización que es precisamente, el origen de los males mayores que hoy día aquejan a los servicios de salud mental.
Son las privatizadoras las que han impuesto el racionamiento de servicios y medicamentos. Para darle paso a las privatizadoras fue que se cerraron los centros regionales de salud mental. Una privatizadora está bajo investigación por malversar ocho millones de dólares.
Hemos tenido todo un cuatrienio bajo la administración del PPD para constatar, dolorosamente, que la naturaleza de los procesos privatizadores en salud mental es la de poner precio al sufrimiento humano. Y contra esa abierta inmoralidad, la única institución política que se ha pronunciado en contra es el Partido Independentista.
Yo no creo que quede gente tan inocente como para creer, de verdad, que el candidato PPD vaya a seguir el ejemplo del PIP en nuestra postura contra la privatización. No estoy diciendo sólo que no se lo va a plantear en el futuro. Es que ya tuvo ante sí todos los elementos de juicio posible –incluyendo los documentos que organizaciones como la misma Convergencia enviaron a los candidatos señalando como impostergable el que el gobierno rescate los servicios de salud mental.
Aun así, ese candidato optó, a sabiendas y a conciencia, no hacer ni el más tímido pronunciamiento en contra de la política que, después de todo, ha adoptado el gobierno del que él es parte. Pretender otra cosa es pedirle peras al olmo, y eso lo sabemos todos.
El inventario de males de la salud en Puerto Rico se quedó incompleto aun con las muchas noticias de la semana.
Se quedó el desbarajuste de la reforma, los abusos de muchos planes médicos, la carencia de estadísticas que permitan formular un política pública de salud coherente, la ausencia de modelos de salud que enfaticen en la prevención, y la falta de previsión para una sociedad con un número creciente de envejecidos.
Están las cosas como para morirse –de la vergüenza que nos debe dar el que en los tiempos de hoy, tener salud siga siendo un privilegio, y no el derecho que justamente podamos reclamar todos.