Los hemos visto propagarse por toda la isla. Grandes y coloridos, parece que quisieran arropar las casas pequeñas y opacas junto a las cuales están muchas veces entronizados. Se suponía —o eso quisieron hacer creer—que servirían para marcar una nueva actitud del Gobierno hacia aquellos sectores de nuestro país más castigados por la pobreza y por la indiferencia de las administraciones que, sucesivamente, no les prestaron más atención que la mínimamente indispensable para el cuatrienal coqueteo con los votos. Para muchas comunidades en Puerto Rico, esos inmensos letreros que junto al nombre de la Gobernadora las identifican como “Comunidades Especiales”, han dejado de ser promesa para convertirse en la lápida que las hace especialmente desalojables.

No es ni secreto ni novedad que, para muchos, la presencia de la pobreza es ofensiva. En Puerto Rico, con un sesenta por ciento de nuestros compatriotas viviendo bajo el nivel de pobreza, eso presenta un problema mayúsculo al que quisieran “lavarle la cara” al país escondiendo a la gente pobre, de forma que el brutal resultado de la dependencia instigada por el mismo gobierno no se haga tan visible. Para hacer bueno ese absurdo esfuerzo de enajenación, esta administración ha recurrido a los planes de “revitalización” de comunidades auspiciados por la Oficina de Comunidades Especiales y el Departamento de la Vivienda, que en muchos casos sólo encubren la intención de desmantelar y desperdigar comunidades que han conservado su integridad durante décadas.

Como ha ocurrido en tantos partes del país, por seis décadas el Municipio procuró ganarse el favor de la gente incentivando a decenas de familias a que construyeran sus casitas en la propiedad municipal que colinda con el margen del río Grande de Loíza, alimentándoles la ilusión de que algún día podrían convertirse en titulares del terreno, o de que al menos, nunca serían perturbados en sus hogares. De buenas a primeras, tras la colocación del dichoso letrero de Comunidades Especiales, las promesas iniciales del Departamento de Vivienda para el remozamiento de las casas se fueron tornando en oscuras sugerencias de que los planes podrían ser otros: la demolición de decenas de casas, en contra de la voluntad de sus habitantes, para levantar un proyecto de “walk-ups”, en los que no se garantizaría cabida a los vecinos, y a pesar de que la causa alegada para la expropiación y destrucción era la supuesta inundabilidad de toda la comunidad (razón que sólo es válida para la calle apropiadamente denominada La Marina).

Al día de hoy, los residentes de la comunidad (algunos llevan más de cincuenta años viviendo allí, hay casos en que son titulares de casa y solar) no saben qué les espera. Sus intentos de obtener información clara del Municipio, de Vivienda o de Comunidades Especiales —alguien que pueda decirles de frente qué piensa hacer el gobierno con el espacio en el que han hecho sus vidas— han sido infructuosos, igual que las peticiones de información presentadas a las agencias por el senador Fernando Martín, contestadas con un lacónica carta de trámite. Como me decía un señor de El Bosque: “Ya yo cumplí los noventa y dos años, y aquí tengo el único sitio donde puedo vivir, ¿qué se supone que haga si vienen a sacarme?”.

No corren mejor suerte otras comunidades más jóvenes. En el sector San Antonio del barrio Higuillar, en Dorado, se alzan las calles bautizadas por los vecinos con nombres como “Paz” y “Alegría”, y que constituyen la comunidad Villa 2000, también merecedora de la clasificación de “Especial”, según lo acredita el gran letrero plantado por el Gobierno a la entrada. Villa 2000 nació en octubre de 1992, a raíz de un rescate de terrenos que suplió el espacio para que unas 350 familias levantaran allí sus hogares. Desde entonces, van y vienen con cada cuatrienio las promesas de otorgarles títulos de propiedad; hasta ahora, que la construcción de varias urbanizaciones costosísimas alrededor de Villa 2000 ha despertado el interés del Departamento de Vivienda, del Municipio y de Comunidades Especiales de “relocalizar” a la comunidad, porque, según las expresiones del alcalde de Dorado a la prensa, lo que pasa en Villa 2000 es que “muchos no pagan agua ni luz y quieren seguir con el guame”.

La realidad es que las agencias y el Municipio le han comunicado a los residentes de Villa 2000 que, pese a que para otros fines se les ha reconocido como una comunidad debidamente establecida, y aunque nadie recuerda una inundación en el área, han advertido recientemente que la zona es inundable y que por su seguridad, se les transferirá a otro sector. Ese nuevo lugar queda nada más y nada menos que en un terreno contiguo a la ciénaga Prieta, que aparte de ser un espacio merecedor de protección ecológica, aparece en los mapas, con letras bien claras y bien grandes, como muy inundable.

Por si lo de la inundabilidad de Villa 2000 se descubre como una excusa inadmisible para sacar a los que tienen menos de la vista de las casas de los que tienen más, entre los constructores y el Gobierno parecen haberse propuesto literalmente ahogar a la comunidad. Proyectos como Sabanera y Dorado Reef han levando el terreno de tal forma (hasta 12 pies en la misma colindancia con la comunidad), que tarde o temprano será inevitable que las escorrentías desemboquen en Villa 2000. La Autoridad de Acueductos y el Municipio han hecho su parte negándose a reparar varios tubos rotos que llevan agua de los pozos cercanos; mientras miles de personas en este país carecen del recurso, allí se pierden, en tan sólo uno de esos tubos, cerca de cuatro mil galones de agua utilizable por día. La misma condena de ser especiales y desalojables se cierne sobre las comunidades de Mansión del Sapo y Maternillo en Fajardo, sobre La Atómica en Juana Díaz, sobre las áreas cercanas a Martín Peña en Hato Rey, sobre San Mateo en Santurce. Tras décadas de esa combinación fatal de mala planificación y de fomento a la dependencia, en la que el partido en el poder lleva buena parte de la culpa, ahora pretenden deshacerse de la evidencia del fracaso de su proyecto social, cortejando de paso a quienes ahora ocupan el lugar privilegiado en las consideraciones de esta administración: los que se dedican a sembrar cemento sin otra contemplación que su lucro.

Las comunidades no son especiales por ser pobres o ricas, por ser buenas para buscar votos o para justificar la mendicidad de fondos de la que se han beneficiado unas y otras administraciones. Son especiales porque en cada una de ellas habita parte de nuestro país, gente con historias y con aspiraciones que tiene tanto derecho como cualquiera a un espacio en el cual vivir. Parece que entre letrero y letrero, a muchos en el Gobierno se les olvidó para quién debían estar trabajando.