Dicen que nadie aprende por cabeza ajena. Por aquello de serles fieles al dicho (y olvidando el otro de que quien no oye consejos no llega a viejo), los partidos que se han turnado en el poder en Puerto Rico le han dado la espalda a las desastrosas experiencias con las privatizaciones en otras latitudes, y se han prestado a martirizar a nuestro país, haciendo que suframos en carne propia las amarguras que nos ha traído la entrega de importantes empresas públicas al capital privado. Para justificar la venta de la Telefónica, la administración Rosselló aseguró que se abría un nuevo capítulo en la historia de las telecomunicaciones, y que el resultado ineludible de la privatización de una de nuestras corporaciones públicas con mayor futuro, sería el aumento en calidad de servicio y la disminución de costo al consumidor. Años después, ni lo uno ni lo otro.

Llegó esta administración con promesas de parar la ola privatizadora, y el afán les duró menos que el enamoramiento con la paz para Vieques. La aguerrida pose del liderato popular en Cámara y Senado en torno a los contratos para la administración de los servicios de agua se transformó en mansedumbre corderil y acabaron convirtiéndose en cómplices del negocio con Ondeo. Los maltratos de los que han sido víctimas los pacientes de salud mental a manos de las compañías BHP (a la que sólo le rescindieron el contrato cuando se hizo pública la malversación de ocho millones de dólares) y de APS, contratadas para suplir los servicios que antes prestaba al gobierno, no han logrado persuadir a la administración del PPD para que reevalúe su política pro-privatizadoras. La privatización se ha convertido en la muralla que separa las lealtades del liderato penepé y popular de las necesidades y los intereses del pueblo puertorriqueño. Y para añadirle otro bloque a ese muro está ahora la mirilla puesta en la Autoridad de Energía Eléctrica.

En las últimas semanas se ha debatido el impacto que podrá traer la nueva ley que confiere a la AEE la facultad de aventurarse en empresas conjuntas con capital privado a través de compañías, sociedades, o subsidiarias, y de disponer de propiedades y prerrogativas de la Autoridad como parte de esos negocios. Entre otras consecuencias, esa visión de una corporación pública como “socia” de intereses privados pudiera significar que el manejo de los dineros públicos invertidos en esas empresas conjuntas estuviera sujeto al albedrío de entes no públicos. No es menos preocupante el propósito confeso de la ley: explorar la vía privada para el mercadeo de fibra óptica y de gas. En otras palabras –de forma parecida al caso de la Telefónica– deshacerse de los renglones con un gran futuro, evitar que los empleados públicos se preparen para dar los servicios de tecnología más avanzada y allanar así el camino para en un momento no muy lejano, ponerle el sello a la AEE de “anticuada” y “obsoleta” para acabar de sepultarla.

Para deshacer ese entuerto, se está considerando un nuevo proyecto de ley que fije ciertos controles y que defina y prohíba con claridad ciertas modalidades de privatización. Pero no es suficiente. Desde antes de la consideración del proyecto que, casi a escondidas, se convirtió en ley, la sombra de la entrega a los privatizadores se cernía ya sobre Energía Eléctrica. Al presente, la producción de una tercera parte de la energía eléctrica está en manos privadas, mientras se mantienen fuera de servicio las plantas generatrices públicas. Se subcontrata, sin que signifique economía para la corporación pública, la realización de tareas para las que existen empleados públicos hábiles. Para ampliar la práctica, se ha recurrido a no proveerle entrenamiento a empleados de la Autoridad para nuevas tareas y a la negativa a emplear nuevo personal –mientras se gastan más de 100 millones anuales en el pago de horas extras–, cantidad suficiente para reclutar cerca de dos mil trabajadores adicionales.

Como señalaba Ricardo Santos, presidente de la UTIER, en la histórica asamblea en la que se constituyó la Alianza de Empleados Energéticos, que reúne a todos los sindicatos de la producción de energía eléctrica, decir que la subcontratación no es privatización “es igual a decir que para ser víctima del crimen hay que morir en el acto, excluyendo a los que mueren posteriores a recibir la agresión”. En efecto, si no se toman medidas que más allá de evitar que la AEE llegue al fin de sus días como corporación pública de una sola estocada fatal, y no se atienden las heridas menores pero a la larga, igualmente peligrosas, esta administración certificará, por enésima vez, la condición que tristemente comparten con sus predecesores del PNP: la de celestinos de los que a cuenta de que ya tienen más, quieren quedarse con todo.

Mientras aquí dos o tres se creen que con la privatización parcial o total de la producción de energía inventan la rueda, desde Argentina y Chile nos advierten del desastre que esa iniciativa ha traído allá. Para los que sólo se fíen de los ejemplos del norte, ahí están California, al punto del colapso energético con su muy privatizada industria, y el escándalo de la Montana Power, que tras hacerse de los activos públicos cayó en la bancarrota, arrastrando consigo a muchos de sus clientes, con consecuencias gravísimas para la economía del estado.

En cada uno de esos lugares, la catástrofe final estuvo precedida de una dolorosa agonía: el despido masivo de empleados, el aumento en las tarifas y el deterioro en el servicio. No por cabeza ajena, sino por experiencia propia, en Puerto Rico sabemos además –porque tan dramáticamente nos ha tocado sufrirlo con la venta de las facilidades hospitalarias bajo la reforma de salud comenzada por Rosselló y continuada por el PPD—que con la privatización no hay vuelta atrás. Lo vendido, perdido está, y todos los arrepentimientos del mundo no bastarán para devolverle al pueblo lo que esos gobernantes entregaron.

La Autoridad de Energía Eléctrica es, literalmente, la industria que mueve, impulsa y alumbra a Puerto Rico. Y es nuestra. Lo que con sesenta años de trabajo se ha levantado gracias al esfuerzo de empleados públicos puertorriqueños, es hoy una empresa de capacidad y futuro – y esa es la razón por la cual los inversionistas amigos de los partidos de mayoría han cifrado en ella su codicia.

Ceder la AEE a la privatización, completa o en pedazos, es subastar la energía de nuestro futuro. Puede seguir siendo nuestra, o puede que unos cuantos insistan, a conciencia, en repetir errores propios y ajenos entregándola al mejor postor. Hay quienes, sencillamente, no quieren aprender.