Entre las señales que se apuntan como evidencia del descontento en nuestro país con la situación general en que vivimos, se destacan dos percepciones: la de desconfianza en las instituciones públicas y la de la imposibilidad de lograr consensos mínimos sobre temas fundamentales entre personas e instituciones con distintas perspectivas políticas. La confirmación por parte del Senado del nombramiento del Lcdo. Ferdinand Mercado para el cargo de juez presidente del Tribunal Supremo de Puerto Rico certificaría, lamentablemente, la corrección de esas dos percepciones.
De forma más urgente que con nombramientos anteriores, la Comisión de Nombramientos, y en su momento el Senado en pleno, tienen en sus manos rescatar ante la opinión pública la legitimidad tanto de la función legislativa como la de la rama judicial. Se trata de seleccionar a la persona que, finalizado el presente cuatrienio, y quizás hasta culminada ya la vida pública de muchos de los que hoy están involucrados con el nombramiento, estará dirigiendo al Tribunal de más alta jerarquía en nuestro país. El Juez Presidente del Tribunal Supremo de Puerto Rico cumple, no sólo unas funciones administrativas internas frente al panel de jueces asociados, sino que, por mandato constitucional, es quien dirige la administración de todo el sistema judicial del país. Sobre él recaen facultades que van desde la asignación de los jueces a cada una de las salas en cada uno de los tribunales hasta la responsabilidad de ajustar la totalidad del sistema de forma que garantice la justa y pronta resolución de cada asunto pendiente antes nuestras cortes. Una determinación de consecuencias tan duraderas, de tanto impacto en el desarrollo de uno de los tres poderes constitucionales requiere que, sobre cualquier otra consideración, este nombramiento sea uno que contribuya a fortalecer al Tribunal Supremo de Puerto Rico y al principio de independencia judicial. El Senado tiene que estar a la altura de esa responsabilidad.
Algunos defensores del nombramiento del Lcdo. Mercado han utilizado como argumento a su favor el que en el pasado se han confirmado nominaciones de candidatos que no atendían de forma idónea a esas consideraciones. Es decir: los errores de juicio cometidos por otros en el pasado se convierten en justificación suficiente para los errores de juicio que, a conciencia, se cometan hoy. Esa línea de defensa, amén de carecer de toda racionalidad, constituye además una absurda rendición a la posibilidad de un país mejor con un mejor gobierno; es sentenciar al Puerto Rico de hoy y del mañana a vivir en una perpetua repetición de las equivocaciones de otros.
Con la confirmación del nominado de la señora Calderón, el Senado de Puerto Rico, lejos de actuar como lo impone su deber de representación del pueblo, le estaría dando la espalda al consenso que, como ningún otro asunto similar en el país, ha generado el rechazo a la nominación que aquí se considera. Cualquier otro tema que provocara un acuerdo de tal magnitud entre líderes de los tres partidos, representantes de la clase más inmediatamente afectada–en este caso, los abogados y abogadas del país y el público en general–llevaría a los miembros de la rama legislativa a un afinamiento de sus posturas con ese reclamo tan generalizado. No puede el Senado tampoco pasar por alto que la designación hecha por la Gobernadora no ha sido bien recibida dentro del mismo Tribunal Supremo; por el contrario, se percibe allí como un atentado contra la integridad y las funciones de ese cuerpo. En estas circunstancias, la insistencia en este nombramiento, inspirada tal parece, más en un forcejeo político que en un análisis de los méritos del candidato y del deber de fiducia de la rama legislativa en su tarea de dar consejo y consentimiento en torno a los nominados para la rama judicial, constituiría un acto de temeridad y un gesto de desprecio al consenso sin precedentes que se ha creado contra la designación de la gobernadora.
Nadie en Puerto Rico (me atrevería a decir que ni siquiera la señora Gobernadora) puede negar que, entre los miles de admitidos a la práctica de la abogacía en nuestro país, existen no uno, sino varios candidatos, que no serían merecedores de los duros señalamientos que se han levantado contra el nominado para Juez Presidente. Entre esas posibilidades, los tiempos nos llevarían a pensar que es el momento de que se designe a otra mujer para nuestro más alto foro judicial, como un reconocimiento mínimo al balance de los géneros que se ha abierto paso ya, al menos en términos numéricos, entre la clase togada. Si se deja pasar esta oportunidad, me temo que, en el mejor de los casos, tendremos que esperar a la renuncia de la única mujer que alcanzado la posición de jueza del Tribunal Supremo, la Hon. Myriam Naviera, para ver a otra abogada en nuestro Tribunal de última instancia, con lo que contribuiría este Gobierno a generar la impresión de que en el Supremo existe “una silla para la mujeres y sólo y precisamente una”, como para apenas cumplir con una cuota del género.
Ante la posibilidad de lograr un nombramiento que no genere el profundo malestar que ha causado la designación del Lcdo. Mercado, sería una irresponsabilidad de parte del Senado el permitir que la Gobernadora se imponga con una nominación que ejemplifica la premiación de lealtades políticas y personales. Quizás sea inevitable que un gobernante y la asamblea legislativa dominada por su partido insistan en que los nombramientos judiciales, sobre todo los de tal importancia como el que se está considerando, perduren como una huella de su paso en el poder. Le corresponde al Senado decidir si la huella que dejará este nombramiento para Juez Presidente del Tribunal Supremo será la de un paso hacia la despolitización y la legitimación de la rama judicial, o la huella de la bota del poder pisoteando la oportunidad de actuar por consenso y según los mejores intereses del país.