Nos conmovió a todos porque parecería una metáfora del triunfo del mal sobre el bien. Contra toda probabilidad -huérfano de padre y madre, pobre, sin ningún privilegio- Ricardo Morales Sáez se lanzaba a la vida como una señal de esperanza; a los dieciocho años era un trompetista dedicado, querido por sus compañeros y familia de crianza, con ilusiones de juventud que prometían cumplirse. Entre la desazón que vive nuestro país, su vida era una buena noticia, hoy convertida en tragedia por otra bala asesina que suma a Ricardo a la larga lista de víctimas fatales de la criminalidad en Puerto Rico.

Precisamente porque la suya fue una muerte tan particularmente lamentable, la investigación policiaca que le ha seguido ha sido también noticia por sí misma. El desfile de errores cometidos por los agentes investigadores en la escena del crimen dejaría corta la imaginación de quien quisiera parodiar a nuestro cuerpo de policía. Desde los oficiales tranquilamente sentados sobre el baúl del carro donde estaba el cadáver hasta la trompeta retirada de la escena con el aparente consentimiento de los agentes a cargo, lo que se vio esa noche en Nemesio Canales activó una alarma sobre el estado de las fuerzas de protección pública en Puerto Rico. No escapó a la imprudencia ni el Superintendente; sus desinformadas declaraciones sobre el móvil del crimen y el carácter de la víctima le valieron que los compañeros de Ricardo impidieran que se acercara al féretro en la funeraria.

Como en la mentalidad de administración cuatrienal que ha dominado a los gobiernos en Puerto Rico, la respuesta a grandes males no es la de grandes remedios sino la de respuestas inmediatas y noticiosas, la reacción de la señora Gobernadora, en su típico irse por las ramas, ha sido la de enfrentar el problema de la criminalidad tan dramáticamente representado en el caso de Ricardo con un proyecto de ley para limitar el derecho a la fianza, amparándose en que el presunto asesino se encontraba bajo fianza. Aunque al momento de escribirse esta columna la medida no ha sido radicada, vale la pena puntualizar desde ya las implicaciones que pudiera tener legislación de esa naturaleza. En primer lugar, la desesperación—por aparecer con una respuesta de hoy para hoy, por ganar votos o por un sentido de impotencia—no es nunca buena consejera. Cuando se examine el proyecto hay que recordar que los derechos son los mismos para justos y pecadores, por lo que legislar pensando sólo en los últimos podría significar un retroceso del que luego nos lamentaríamos. Después de todo, el derecho a la fianza, tal y como se contempla en la Constitución, es el complemento al derecho a la presunción de inocencia. En segundo lugar, si va a llevarse el proyecto a votación en la sesión legislativa que está por terminar el proceso de vistas públicas sería por fuerza apresurado e incompleto, con los legisladores actuando más por presión de tiempo que por comprensión de la medida.

Pero lo que de fondo revela la propuesta de la administración es la falta de voluntad para poner el dedo en la llaga; con inventos nuevos se quiere opacar la complicidad vieja con la ineficiencia del sistema. Si hay acusados bajo fianza cometiendo delitos, el primer señalamiento tiene que ser hacia un Departamento de Justicia y una Administración de Tribunales que permiten tanto la falta de información de los jueces al momento de imponer fianzas (muchos no tienen forma de conocer el historial del acusado) como la posposición continua de casos. Y si la inmensa mayoría de los delitos no han sido resueltos, o terminan en desestimaciones o absoluciones cuando no debieran, buena parte de la razón está en la comedia de errores que fue el manejo de la escena del asesinato de Ricardo. Con ese mismo abandono y negligencia se trabajan miles de investigaciones, más aun si responden, como en este caso, a los tiroteos en residenciales, sobre los cuales se ha desarrollado la tolerancia que se traduce en desidia y brazos cruzados.

Es hora de repensar qué vamos a hacer con la Policía de Puerto Rico. El descuido y la impericia en el manejo de la escena de este crimen no son los primeros cuestionamientos que se hacen sobre la capacidad de la Policía para hacer su tarea. Ya antes se han señalado deficiencias que van desde la falta de equipo básico como armas y patrullas hasta el desconocimiento de la ley (con consecuencias fatales) al atender víctimas de violencia doméstica. La respuesta ha sido reducir el tiempo de entrenamiento en la Academia de Policía y, recientemente, aumentar las horas de trabajo. Y claro, el emblema que en medio de este caos estrena el señor Superintendente, como si fuera momento de ocuparse de lo bonito o feo que se ven los adornos de uniformes y patrullas.

Urge que se honre el pregón de “lo importante que son nuestros hombres y mujeres policías” y se les dé las herramientas para que sean parte de un cuerpo de excelencia—y comenzar desde el reclutamiento. Bajo el sistema actual, la única forma de entrar a la Policía es como cadete. No importa la preparación, o el área de interés, la única puerta es la del escalafón básico, con el sueldo más bajo. Los ascensos se logran a base de años y años de servicio, y los que tienen la oportunidad cuando sus tareas y turno de trabajo se lo permiten, porque estudian mientras trabajan. La consecuencia es un cuerpo en el que el profesionalismo brilla por su ausencia, con poco o ningún incentivo para integrarse a él.

Por supuesto que a estas iniciativas de intervención y procesamiento una vez cometido un delito hay que añadir las de prevención del crimen; como hemos señalado anteriormente, mientras se ignore la raíz de la delincuencia en nuestro país–es decir, la adicción a sustancias ilegales–poco podrá avanzarse hacia una sociedad menos violenta. Ese camino hay que comenzar a andarlo. Y tiene que ser ya. Puerto Rico perdió a Ricardo. Hay que recapturar la esperanza que se fue con él; no hacer lo posible y más para lograrlo –como hizo él para alcanzar su sueño, cuando llegó a sus primeras clases de música con una trompeta improvisada de lata—es ser tan culpable como quien lo mató.