Es mucho más que mala suerte. Es el primitivismo en el que aún está sumida nuestra sociedad (que es después de todo, tan joven en el añejo calendario evolutivo) y que se ensaña particularmente contra la mujer. Según se detalla en un reportaje de otro periódico, y como también se había reseñado en las páginas de El Vocero en diciembre pasado, las épocas en las que debería reinar el solaz y la diversión en la familia puertorriqueña son aquellas en las que se disparan los incidentes de violencia doméstica. Llegan la Navidad y el verano, y para miles de mujeres en nuestro país llega también el tormento del maltrato a manos de su cónyuge o compañero. Según explican la señora Procuradora de la Mujer y varios especialistas en conducta humana, factores como la tensión por la presencia constante de los niños y ambos cónyuges en la casa, la alteración de la rutina diaria y el consumo de bebidas alcohólicas hacen que los meses que traen festejo y descanso a algunos sean de dolor y desesperación para muchas.
Hablo en femenino porque no importa lo que digan ciertos igualitaristas de ocasión, la violencia doméstica sigue siendo un problema fundamentalmente de la mujer. De los veinte mil incidentes de violencia doméstica que, según las estadísticas de la Policía se registran en Puerto Rico anualmente, en el 86% de los casos las víctimas son mujeres. Desde el 1989, que por ser el año en que se aprobó la Ley 54 para la Prevención e Intervención con la Violencia Doméstica es la fecha desde la cual se recopilan los datos, más de 350 mujeres han sido asesinadas por sus esposos o compañeros. La inmensa mayoría de los incidentes (77%) se dan en el hogar mismo de la víctima, lo que significa que en muchos casos los hijos son testigos del maltrato—en ocasiones los únicos testigos. Alarmantes como son las cifras reportadas, representan apenas una fracción de los incidentes reales. La vergüenza, el temor y el desconocimiento se confabulan para que miles y miles de mujeres padezcan en silencio sin atreverse a denunciar al maltratante.
No existe una solución mágica para acabar con la violencia doméstica. A pesar de que contamos con una ley de avanzada, y de los muchos esfuerzos para, cuando menos, minimizar ese mal, la realidad es que el maltrato de cónyuge a cónyuge sigue en aumento. Quizás no pueda ser de otra manera, mientras persistan las demás expresiones de violencia que acechan a nuestra sociedad. Lo que pasa en los hogares es parte de lo que se ve también en la calle o en las escuelas; son síntomas distintos de una misma enfermedad.
Nos queda además por entender las complejidades sicológicas tanto de la víctima como del victimario. ¿Cómo es qué hombres cumplidores en su trabajo, afables en sus relaciones sociales, pueden transformarse en auténticos monstruos en el trato hacia la persona con la que escogieron compartir su vida? ¿Por qué tantas mujeres de todas las extracciones sociales, muchas de ellas decididas y emprendedoras en otros renglones, se someten una y otra vez a la humillación sicológica y a la agresión física? Alguien ha dicho con respecto a la violencia doméstica: “si me lastimas una vez, es una vergüenza para ti, si me dejo lastimar una segunda vez, ya es una vergüenza para mí”. Debería ser así de sencillo, pero la verdad es que aun el hecho de aceptarse como víctimas de violencia doméstica puede ser un proceso tan traumático y doloroso para algunas mujeres como las mismas agresiones.
Agrava esta situación el que todavía hoy, casi quince años después de puesta en vigor la Ley 54, suele entenderse que violencia doméstica es solamente aquella que resulta en la muerte o en golpes visibles. De ahí que la tolerancia de muchas mujeres a ese primer insulto, a ese empujón leve, vaya allanando el camino para agresiones más crudas. La realidad es que acciones tales como la destrucción de un objeto preciado es de por sí un acto de violencia doméstica en su manifestación de violencia sicológica, como lo pueden ser expresiones de menosprecio al valor personal de la víctima, el limitar irrazonablemente el manejo de los bienes comunes, el aislamiento de familiares y amigos y la vigilancia constante. Igualmente, constituye violencia doméstica la mera amenaza de causar daño, y por supuesto, los actos violentos en contra de la víctima, desde la agresión hasta la violación.
La violencia doméstica puede darse entre cónyuges, pero no es necesario que la pareja esté casada o que cohabite para que se constituya el delito. La Ley 54 cobija a las parejas con hijos en común, aunque ya no exista relación entre ellos, y aplica también a relaciones consensuales sin cohabitación, como el noviazgo. De hecho, la violencia doméstica puede surgir desde la primera relación sentimental en la temprana adolescencia; se han reportado incidentes entre jóvenes de apenas catorce años. Por eso, tan importante como enseñar ecuaciones o asignar lecturas, es comunicarle a los preadolescentes en nuestras escuelas no sólo lo que es la violencia doméstica, sino que se trata de una conducta enemiga de cualquier relación amorosa, a la que mientras más temprano se le ponga fin, tanto mejor.
Si sirven de predicción las estadísticas de años anteriores, junto con la temporada de huracanes ha comenzado una nueva temporada de tormentas domésticas, que con la misma furia de los vientos y las lluvias, arrasan las vidas de miles de mujeres en nuestro país. Nos queda mucho por andar para que nuestra impotencia ante la devastación que traen los fenómenos naturales no siga repitiéndose ante la violencia que azota tantos hogares.