Conocemos bien el cuadro clínico de ese mal que ataca a miles y miles de personas en todo el país, lo mismo millonarios que desempleados, académicos o analfabetas, a los que sólo manifiestan un interés casual en la vida pública, y también a algunos de esos obsesionados con la política que están en sintonía permanente con las estaciones AM. Puede coincidir con rasgos de personalidad tales como ingenuidad, terquedad, una tendencia irresistible a hacer el papel de víctima y hasta algo de pereza. Sobre todo, suele estar vinculado a un miedo innombrable a lo nuevo, aunque luzca mucho mejor que lo viejo, al desconocimiento provocado por los mitos inventados por los que se han turnado en el poder, y al muy fundado temor instigado por las décadas de persecución política instrumentada por los partidos rojo y azul. En los casos más tristes, es parte de un profundo sentido de desesperanza, o de una falta de valía propia tan enraizada, que hace pensar que no se merece uno nada mejor que lo que ha tenido hasta ahora.
Se trata del síndrome del elector maltratado.
Lleva a la gente a quejarse sin descanso durante cuatro años, y a escandalizarse -como si fuera la primera vez- ante la barbaridad del momento cometida por tal o cual funcionario electo. Aún cuando los causantes de tanto descontento sean precisamente aquellos por quienes votaron los afectados por el síndrome, el coraje que les da cada nuevo abuso, cada nueva desilusión, haría pensar que ellos, víctimas desprevenidas, nada tuvieron que ver con el origen de su infelicidad. Es como si uno buscara al grandulón del barrio, le pusiera un palo en la mano, y luego se quejara de la tunda que le ha propinado el muy abusador.
¿Qué hace este elector maltratado, ultrajadas sus ilusiones por el candidato o la candidata que luego de cortejarle amorosamente le da la espalda sin más contemplaciones? ¿Cómo le hace frente el votante engañado a quien descaradamente, luego de la traición, vuelve a tocar a su puerta? He ahí el fenómeno sobre el cual no se ha escrito lo suficiente. El elector maltratado se condena a transitar nuevamente la senda de la amargura, votando otra vez por los mismos que ya le causaron tanto tormento. Lo hace con las heridas del desengaño aún frescas, y lo hace sabiendo lo que va a venir. Igual que el árbol de chinas sólo puede dar chinas y el manzano sólo da manzanas, el que una vez robó vuelve a robar, el que abusó una vez vuelve a abusar, los que no hicieron nada vuelven a holgazanear. No se da cuenta el elector maltratado de que con cada nueva oportunidad que da a los que ya fallaron, envía el mensaje de que no importa cuánta corrupción o cuánta dejadez, siempre pueden contar con él cuando llegue noviembre. Regresan entonces la queja y el lamento del elector maltratado, los cuatro años de llevarse las manos a la cabeza para protestar contra tanta pocavergüenza, de lamentarse de que no sirven para nada, y así una vez y otra y otra.
No es por falta de alternativas que el elector maltratado vota para castigarse. Si ese fuera el caso, pues ni modo, nada que hacer sino votar por el menos malo entre los malos. Lo que le da visos patológicos al síndrome del elector maltratado es que la inmensa mayoría puede reconocer con toda lucidez que los mejores candidatos no están en ninguno de los dos partidos favorecidos por el 95% de la población. Hasta las encuestas lo confirman. Con mucha claridad, con un respeto genuino, miran a uno a los ojos y dicen que los mejores están en el Partido Independentista. El razonamiento del elector maltratado es algo así: ”los míos (rojos o azules) la verdad es que son bien flojitos. En cambio, los del PIP son gente tan seria, tan honesta, y ciertamente Rubén es un hombre admirable, yo quisiera que fuera de mi partido. A mí los pipiolos me encantan. Por lo tanto, yo no voy a votar PIP. Voy a votar por los otros.”
No hay una cura mágica para ese síndrome, que tan terribles consecuencias ha tenido sobre nuestro país. Sí puedo decir que, cuando confrontamos a la gente con lo absurdo que es votar por candidatos que uno no respeta, y les recordamos que en cada voto uno deposita sus aspiraciones para su país, son muchos los que van abriendo los ojos. En ese cara a cara que tenemos con miles de puertorriqueños todas las semanas en nuestras caminatas, cada vez son más los que se dan cuenta de que lo que anda mal en el país no es sólo culpa de los gobernantes, es también responsabilidad de los que votaron por ellos. Este sábado pasado caminé con Rubén en mi pueblo de Adjuntas. Cerca de la casa de mis papás, saludamos a un hombre joven, que cuando Rubén le dijo: ”lo único que te pido es que me compares con los otros dos, y que entonces decidas por quién vas a votar”, se rió y soltó un ¡ay! seguido de cierta expresión de cuatro letras, como diciendo, “Rubén, no me pongas a pensar porque entonces no queda otra que votar por ti”.
No es fácil, en ningún renglón, acabar con un ciclo de maltrato. Las causas son muchas y complejas y pesan más cosas de las que uno puede articular. Pero en algún momento hay que comenzar. Nuestra invitación a esos electores maltratados, no es a que voten ciegamente por el PIP. Lo único que pedimos es que hagan la comparación que puso a pensar al muchacho en Adjuntas. El historial de los tres partidos está ahí, para el escrutinio de todos. En cuanto a los candidatos a la gobernación, el pueblo conoce más bien que a los tres. Quien crea que en el Dr. Rosselló o en el Lcdo. Acevedo hay mayor decencia, honestidad, verticalidad, dedicación, moralidad, entereza, capacidad, seriedad y compromiso que en el Lcdo. Rubén Berríos, que siga su conciencia y vote por alguno de ellos. Si no es así, si en el corazón y en la mente sabe de la superioridad de Rubén, nada gana al darle el voto a quienes no se lo merecen. Está bueno ya. Los días del maltrato tienen que terminar.