Hay dos caminos a seguir ante el problema de la droga en Puerto Rico. Podemos cerrar los ojos y esperar a que desaparezca, consolándonos con la repetición de las estrategias que no han logrado detener su trasiego, distribución y uso; o podemos aceptar la realidad terrible de que está ahí, de que no se vislumbra una reducción significativa en su disponibilidad y de que cada día causará una devastación mayor en nuestra gente.

Este no es un tema ligero, que se pueda despachar en una semana de comidilla política. Se trata del elemento responsable del ochenta por ciento de los delitos violentos en Puerto Rico (tanto a través de las guerras por el control de los puntos como de los crímenes cometidos por adictos que buscan cada día cómo costear su vicio), de la conducta que provoca la mitad de los contagios con el VIH y la hepatitis (el uso compartido de jeringuillas y parafernalia infectadas es la vía principal de transmisión aquí) y de la tragedia que atormenta a decenas de miles de hombres y mujeres (se estima que hay setenta y cinco mil adictos a drogas fuertes en Puerto Rico) y a sus familias. Las repercusiones indirectas tienen un alcance aun mayor: el costo de la drogadicción para el sistema de salud pública y las implicaciones en la capacidad productiva del país están aún por contabilizarse.

Por eso es una lástima que, en estos días, el tema haya traído un debate miope, y no la discusión seria que hace rato necesitamos. Por un lado está la posición asumida con cierta torpeza por el candidato PPD a la alcaldía de la capital, que evidentemente no comprendía al momento de sus declaraciones la diferencia entre legalización y medicación de la droga ni sus implicaciones jurídicas, y por el otro, la predecible respuesta del incumbente del PNP, con todo y una ordenanza absurda decretando la ilegalidad de lo que ya es ilegal. Vale entonces poner los puntos en orden.

Cuando se habla de legalización lo que se propone es el expendio a través del comercio regular de sustancias que hasta ahora han sido ilegales, imponiendo controles respecto a la calidad, lugares de uso, edad de los usuarios y sujeto al pago de impuestos —de manera similar a la que se hace ahora con el alcohol, el tabaco o medicamentos adictivos—. Algunos expertos han señalado que con la legalización, el uso de drogas como la heroína se multiplicaría, pero en la misma proporción en que se prevé que sucederá bajo el presente esquema de ilegalidad. En todo caso, plantear para mañana la legalización de drogas en Puerto Rico es un ejercicio futil, pues como tantos otros asuntos, se trata de un campo ocupado por la jurisdicción federal, sobre el que estamos imposibilitados de legislar localmente.

Lo mismo sucede con ciertas modalidades de la medicación, en las cuales se administra la droga (en particular, la heroína) bajo un estricto control médico, y que por estar prohibidas por el Gobierno de Estados Unidos no sería, bajo las presentes condiciones, implantable en Puerto Rico. En este sistema, vigente en algunos cantones de Suiza, se le provee la heroína a adictos mayores de veinticinco años que han fallado repetidamente en intentos de rehabilitación por otras vías. La persona recibe dos o tres dosis al día, con agujas estériles, y bajo observación directa mientras dura el efecto del opiáceo. Finalizado el proceso, el paciente sigue su rutina diaria. Cierto es que el adicto continúa siendo adicto, hasta tanto se den las condiciones (en unos temprano, en otros quizás nunca) que permitan su retirada. Pero es un adicto que no roba para sostener su adicción, que no se expone ni expone a otros al contagio de enfermedades por el uso de equipo infectado, que acude al trabajo con la misma regularidad que cualquier otra persona y que cumple con sus responsabilidades sociales y familiares. No es una propuesta perfecta, pero sí es una que ha rescatado miles de vidas, que ha bajado la incidencia criminal relacionada con el abuso de sustancias y que puede proveer la estructura necesaria para iniciar un proceso hacia la abstinencia. Ahora, quien crea en esta propuesta y sugiera su estudio para la eventual aplicabilidad en nuestro país no puede ocultar que para ello sería necesario confrontar al Gobierno de Estados Unidos y exigir un régimen especial para Puerto Rico en lo que se refiere al uso médico de sustancias ilegales, una petición que, aun en condiciones más restrictivas, ya ha sido denegada a varios estados respecto a la marihuana.

Otras alternativas de medicación ya han sido ensayadas en Puerto Rico. Unos tres mil adictos reciben tratamiento con metadona en los centros manejados por ASSMCA, pero en condiciones que distan de ser las ideales. Salud Correccional tiene su propio programa de metadona, en lo que constituye, sobre todo, un reconocimiento de la abundancia de heroína en las cárceles. Recientemente, la metadona está disponible a través de oficinas médicas privadas, pero tampoco como parte del acercamiento integral (terapia sicológica, trabajo social) que se entiende necesario para una rehabilitación completa. La buprenorfina, otro medicamento para tratar la adicción a opiáceos, con síntomas de retirada menos agudos que los de la metadona y en uso en Francia desde la década del 90, está comenzando a usarse aquí.

La medicación ha estado presente en los programas de gobierno del Partido Independentista durante varios cuatrienios, sin que hasta ahora recibiera el aval de candidatos de otros partidos. Le damos la bienvenida a los que quieran acoger nuestra propuesta, que a su vez nace de los esfuerzos de sectores en la comunidad médica, la academia y organizaciones de base comunitaria. Ojalá la visión salubrista de la drogadicción de la que tanto se habla comience a materializarse desde ya. Quizás el clima electoral, por caldeado y enceguecedor, no sea el más propicio para la consideración ponderada de nuevas visiones. Pero la vida continúa luego del dos de noviembre, y la adicción no puede ser sólo el tema del momento hoy para olvidarlo mañana. Está en la mesa la discusión sobre la medicación —con la importante salvedad de las limitaciones que nos impone el status—, pero también hay que hablar de la urgencia de un estudio epidemiológico sobre la adicción, que nos permita conocer de forma más precisa el número y las circunstancias de los adictos en el país, de la necesidad de ampliar los programas de intercambio de jeringuillas, del uso de sustancias experimentales como la ibogaina, de la falta de estrategias de prevención más efectivas y del estrecho vínculo entre trastornos mentales y dependencia a fármacos. Tema aparte e igualmente apremiante es el de la renovación de las estrategias de interdicción y castigo al narcotraficante.

La adicción a drogas es un monstruo formidable y poderoso. Para combatirlo, podemos seguir transitando la vía que ya conocemos, o reunir voluntades para iniciar una ruta que lleve a un destino mejor. El país está a la espera.