Hay que hacer un gran esfuerzo para no echarse a llorar mientras se le escucha. Con dulzura y serenidad habla de la desolación ante la muerte de una hija o hijo, de las distintas etapas del duelo, y de la necesidad de llegar al perdón –al que disparó o al que conducía el carro, a la enfermedad y a la vida misma por hacer incompleta a una familia.

Cuando nos habla de todas esas cosas, Mayra Rivera no lo hace desde la distancia. Su hija Laura murió a los diecinueve años, víctima de una bala perdida. De su dolor, Mayra acopió una capacidad inmensa para entender el dolor de los demás. Así nació la Alianza Laura Aponte para la Paz Social (ALAPAS), un grupo de apoyo que ayuda a padres y madres a lidiar con la pérdida de un hijo. Comenzaron reuniendo a los padres cuyos hijos habían muerto por causas violentas, como Laura. Luego extendieron su alcance a los que sufrían tras perder un hijo por enfermedad. La necesidad del servicio que ofrecen quizás los lleve próximamente a recibir, además de madres y padres, a otros familiares y allegados. En ALAPAS no hay procedimientos ni instrucciones para superar el dolor: sólo el reconocimiento del derecho a llorar, el consuelo de estar junto a otros que han tenido la misma experiencia y la certeza de que hay alguien dispuesto a escuchar.

Escuché a Mayra hablar sobre ALAPAS en el taller dedicado a las organizaciones de base comunitaria (OBG) como parte de la Cumbre de Salud Mental, en la que por primera vez se reunieron la academia, el gobierno, el sector privado y las instituciones cívicas para responder al mal que atormenta a más de medio millón de puertorriqueños, y cuyas consecuencias –el crimen, la violencia, la desintegración social– padecemos todos.

Además de ALAPAS, en el taller presentaron sus proyectos la Fundación de Acción Social El Shaddai y el Hogar del Buen Pastor. El Shaddai agrupa y administra los programas de acción social de la Iglesia Bautista en el área este. Con poco (como es la regla en las organizaciones de base comunitaria), hacen de todo: ofrecen almuerzos a personas sin hogar, envejecientes o personas con impedimentos que no pueden salir de su casa; reparte, a través del Almacén Misericordia, desde ropa hasta sillas de ruedas; coordinan “Abrazo de Amor”, donde ofrecen tutorías y otras actividades a niños de 4 a 16 años con dificultades académicas, emocionales o físicas; promueven programas de vida independiente para personas con impedimentos y dan servicios de consejería a pacientes de Alzheimer y familias que enfrentan conflictos.

La Hermana Rose es el corazón del Hogar del Buen Pastor. En su local de Puerta de Tierra, el Buen Pastor acoge a 50 residentes, a los que asisten desde las primeras etapas de desintoxicación hasta que encuentran casa y trabajo. Han dado servicio a más de mil personas sin hogar, la inmensa mayoría con problemas de adicciones. Ayudan a mujeres embarazadas, a parejas, a universitarios y a analfabetas por períodos cortos, o a largo plazo. Trabajan la detoxificación con productos naturales, no con medicamentos controlados, y junto a la rehabilitación física acentúan la recuperación de la autoestima y el sentido de dignidad.

ALAPAS, El Shaddai y el Hogar del Buen Pastor son representativas de las cientos de organizaciones de base comunitaria que hacen en nuestro país el trabajo más difícil: el de sanar heridas que no se ven. En conjunto, estas organizaciones atienden a decenas de miles de personas –para las cuales son, de hecho el único recurso disponible–. Trabajan confiando cada día en la repetición del milagro de los panes y los peces. ALAPAS no tiene local, sus oficinas son los carros y las casas de los padres y madres que la dirigen. El Shaddai depende de la generosidad de voluntarios para cumplir sus compromisos. El Hogar del Buen Pastor batalla todos los días con la burocracia y la falta de recursos que le impiden contar con todo el personal que necesita. Su situación es la misma de tantas otras instituciones cívicas en las que los empleados a veces pasan meses sin cobrar y los pacientes dejan de recibir los servicios que necesitan, a la espera de reembolsos o de la aprobación de propuestas –propuestas que a veces se convierten, como señalaba el Dr. Vargas Vidot, de Iniciativa Comunitaria, en trampas para “domesticar a las organizaciones”.

Las OBG han cumplido el papel, además de sentar la pauta en nuevos acercamientos para la ayuda social y el tratamiento a padecimientos mentales, en especial de adicción. Las terapias alternativas que tardarían una eternidad en ser incorporadas a servicios gubernamentales han sido la tabla de salvación para miles de personas que no pueden responder a métodos tradicionales y a veces obsoletos.

No sé cuántas veces hemos escuchado esas frases trilladas, pronunciadas con espíritu genérico por algunos, de que el “pueblo manda” y “hay que escuchar al pueblo”. Pues bien, las organizaciones de base comunitaria son la voz más clara, alta y articulada de nuestro pueblo. Han hablado y buscan quien los escuche y acepte ese mandato. Hacen un trabajo que el Gobierno sencillamente no podría asumir, porque surge de la convicción moral, de la espontaneidad ante una necesidad percibida desde una perspectiva particular, y sobre todo, de la vocación. Son elementos que difícilmente pueden reproducirse por el Estado. No hay nada malo en ello, por el contrario, ese espacio ocupado por la participación ciudadana tiene que ser respetado y no invadido por la función gubernamental. Pero, como se planteaba en el taller, en lugar de seguir siendo tantas veces un obstáculo para el desarrollo de estas iniciativas, haría bien el Gobierno en preguntarse seriamente (lápiz y calculadora en mano, porque las OBG significan un ahorro inmenso en servicios públicos) qué pasaría si un mal día se quedaran en sus casas los miles de empleados y voluntarios, si se cerraran las puertas de los albergues y centros de detox, si claudicaran en su empeño toda esa gente que, animada por la convicción de que pueden hacer una diferencia, nos dan una lección de solidaridad.

Hay que hacer un gran esfuerzo para no echarse a llorar mientras se le escucha. Con dulzura y serenidad habla de la desolación ante la muerte de una hija o hijo, de las distintas etapas del duelo, y de la necesidad de llegar al perdón –al que disparó o al que conducía el carro, a la enfermedad y a la vida misma por hacer incompleta a una familia.

Cuando nos habla de todas esas cosas, Mayra Rivera no lo hace desde la distancia. Su hija Laura murió a los diecinueve años, víctima de una bala perdida. De su dolor, Mayra acopió una capacidad inmensa para entender el dolor de los demás. Así nació la Alianza Laura Aponte para la Paz Social (ALAPAS), un grupo de apoyo que ayuda a padres y madres a lidiar con la pérdida de un hijo. Comenzaron reuniendo a los padres cuyos hijos habían muerto por causas violentas, como Laura. Luego extendieron su alcance a los que sufrían tras perder un hijo por enfermedad. La necesidad del servicio que ofrecen quizás los lleve próximamente a recibir, además de madres y padres, a otros familiares y allegados. En ALAPAS no hay procedimientos ni instrucciones para superar el dolor: sólo el reconocimiento del derecho a llorar, el consuelo de estar junto a otros que han tenido la misma experiencia y la certeza de que hay alguien dispuesto a escuchar.

Escuché a Mayra hablar sobre ALAPAS en el taller dedicado a las organizaciones de base comunitaria (OBG) como parte de la Cumbre de Salud Mental, en la que por primera vez se reunieron la academia, el gobierno, el sector privado y las instituciones cívicas para responder al mal que atormenta a más de medio millón de puertorriqueños, y cuyas consecuencias –el crimen, la violencia, la desintegración social– padecemos todos.

Además de ALAPAS, en el taller presentaron sus proyectos la Fundación de Acción Social El Shaddai y el Hogar del Buen Pastor. El Shaddai agrupa y administra los programas de acción social de la Iglesia Bautista en el área este. Con poco (como es la regla en las organizaciones de base comunitaria), hacen de todo: ofrecen almuerzos a personas sin hogar, envejecientes o personas con impedimentos que no pueden salir de su casa; reparte, a través del Almacén Misericordia, desde ropa hasta sillas de ruedas; coordinan “Abrazo de Amor”, donde ofrecen tutorías y otras actividades a niños de 4 a 16 años con dificultades académicas, emocionales o físicas; promueven programas de vida independiente para personas con impedimentos y dan servicios de consejería a pacientes de Alzheimer y familias que enfrentan conflictos.

La Hermana Rose es el corazón del Hogar del Buen Pastor. En su local de Puerta de Tierra, el Buen Pastor acoge a 50 residentes, a los que asisten desde las primeras etapas de desintoxicación hasta que encuentran casa y trabajo. Han dado servicio a más de mil personas sin hogar, la inmensa mayoría con problemas de adicciones. Ayudan a mujeres embarazadas, a parejas, a universitarios y a analfabetas por períodos cortos, o a largo plazo. Trabajan la detoxificación con productos naturales, no con medicamentos controlados, y junto a la rehabilitación física acentúan la recuperación de la autoestima y el sentido de dignidad.

ALAPAS, El Shaddai y el Hogar del Buen Pastor son representativas de las cientos de organizaciones de base comunitaria que hacen en nuestro país el trabajo más difícil: el de sanar heridas que no se ven. En conjunto, estas organizaciones atienden a decenas de miles de personas –para las cuales son, de hecho el único recurso disponible–. Trabajan confiando cada día en la repetición del milagro de los panes y los peces. ALAPAS no tiene local, sus oficinas son los carros y las casas de los padres y madres que la dirigen. El Shaddai depende de la generosidad de voluntarios para cumplir sus compromisos. El Hogar del Buen Pastor batalla todos los días con la burocracia y la falta de recursos que le impiden contar con todo el personal que necesita. Su situación es la misma de tantas otras instituciones cívicas en las que los empleados a veces pasan meses sin cobrar y los pacientes dejan de recibir los servicios que necesitan, a la espera de reembolsos o de la aprobación de propuestas –propuestas que a veces se convierten, como señalaba el Dr. Vargas Vidot, de Iniciativa Comunitaria, en trampas para “domesticar a las organizaciones”.

Las OBG han cumplido el papel, además de sentar la pauta en nuevos acercamientos para la ayuda social y el tratamiento a padecimientos mentales, en especial de adicción. Las terapias alternativas que tardarían una eternidad en ser incorporadas a servicios gubernamentales han sido la tabla de salvación para miles de personas que no pueden responder a métodos tradicionales y a veces obsoletos.

No sé cuántas veces hemos escuchado esas frases trilladas, pronunciadas con espíritu genérico por algunos, de que el “pueblo manda” y “hay que escuchar al pueblo”. Pues bien, las organizaciones de base comunitaria son la voz más clara, alta y articulada de nuestro pueblo. Han hablado y buscan quien los escuche y acepte ese mandato. Hacen un trabajo que el Gobierno sencillamente no podría asumir, porque surge de la convicción moral, de la espontaneidad ante una necesidad percibida desde una perspectiva particular, y sobre todo, de la vocación. Son elementos que difícilmente pueden reproducirse por el Estado. No hay nada malo en ello, por el contrario, ese espacio ocupado por la participación ciudadana tiene que ser respetado y no invadido por la función gubernamental. Pero, como se planteaba en el taller, en lugar de seguir siendo tantas veces un obstáculo para el desarrollo de estas iniciativas, haría bien el Gobierno en preguntarse seriamente (lápiz y calculadora en mano, porque las OBG significan un ahorro inmenso en servicios públicos) qué pasaría si un mal día se quedaran en sus casas los miles de empleados y voluntarios, si se cerraran las puertas de los albergues y centros de detox, si claudicaran en su empeño toda esa gente que, animada por la convicción de que pueden hacer una diferencia, nos dan una lección de solidaridad.