Nada cambia. Ni de un semestre a otro, ni de un cuatrienio a otro. Los titulares que hemos visto en este comienzo de clases—escuelas sin materiales, directores y maestros sin nombrar, tensiones entre la administración y los docentes, el recordatorio de los altos índices de deserción y del pobre desempeño de nuestros niños en las pruebas de aprovechamiento --son casi idénticos a los del año pasado, y a los del anterior, y a los del otro año y así. Son otros los tiempos, otros los protagonistas y los mismos problemas.
¿Qué hace que tantas cosas vayan tan mal en nuestras escuelas públicas? El miércoles pasado, EL VOCERO publicaba una noticia bajo el título "Sin explicación para el fracaso de escuelas", en la que una funcionaria del Departamento de Educación confesaba no tener respuesta para esa pregunta. Sin embargo, encontrar esa contestación tiene que ser el punto de partida para cualquier esfuerzo serio por nuestra educación pública.
En la década del 60, el Congreso norteamericano comisionó la investigación más importante hasta la fecha sobre la enseñanza pública en ese país. Los resultados, contenidos en el Informe Coleman (actualizado más tarde a través de varios estudios regresivos), no acusaban al número de estudiantes por salón, ni a la preparación de los maestros, ni al estado de las estructuras como los responsables por las grandes brechas entre estudiantes de alto aprovechamiento y aquellos que a duras penas asimilaban alguna materia. El gran problema, señalaba el Informe, no está dentro la escuela, sino fuera: la familia, el vecindario, factores como el nivel socioeconómico o cosas tan específicas como la cantidad de libros que los padres tenían en la casa. Mientras más marginado el sector del que provenía el niño--como era el caso en muchos vecindarios afroamericanos, marcados por la segregación y la pobreza--menores sus posibilidades de éxito académico. Así, si trasladáramos a un grupo de niños criados en un ambiente familiar, con apoyo de los padres, sin grandes apuros económicos, a una escuela con un mínimo de recursos, su desempeño escolar aún sería mejor que el de un grupo de niños en un plantel de ensueño, pero cuya vida fuera de la escuela transcurriera en un entorno de abandono, violencia y carencias.
Me parece que, salvando las distancias de lugar y tiempo, las conclusiones de ese estudio tienen mucha pertinencia cuando analizamos la situación, en algunos casos desesperada, de nuestras escuelas públicas. Gran parte de los problemas que aquejan a las escuelas y que inciden sobre el aprendizaje de los estudiantes--la deserción escolar, las adolescentes embarazadas, el uso de drogas, la presencia de armas, la hostilidad hacia la escuela como institución y los incidentes de violencia--tienen su raíz fuera de la escuela, y para resolverse precisan de mucho más que una renovación curricular. De hecho, una de las grandes injusticias hacia la clase magisterial es pretender que, además de su tarea docente, hagan las veces de consejeros, sicólogos, policías y hasta madre o padre sustituto.
Esto no quiere decir que no sea importantísimo el que las escuelas dispongan de los recursos que inexplicablemente siguen faltando en una agencia con un presupuesto de tres billones de dólares. Que haya salones sin libros, escuelas recién construidas plagadas de grietas y goteras, computadoras inservibles, almacenes de comedores con sabandijas, es sencillamente imperdonable y son elementos de repercusiones importantes en el ambiente escolar. Pero mientras ignoremos que en una sociedad tan atribulada como la nuestra los grandes males van a expresarse con mayor dramatismo en los lugares donde diariamente se congregan cientos de miles de nuestros ciudadanos más jóvenes y vulnerables, no podrá concretizarse un proyecto que de verdad le dé un nuevo aire a la enseñanza pública.
Tristemente, la politización del sistema educativo, que tan claramente se manifiesta en la entronización de una burocracia ineficiente y en la ausencia de un verdadero sistema de mérito, tiene una manifestación aún mas perversa. La marginación y el estancamiento económico, que tan directamente pueden incidir sobre las condiciones para el aprendizaje, son los asideros para la subsistencia de los dos partidos mayoritarios. Sin ellos, ningún argumento les queda para sus proyectos de anexión o perpetuación de la colonia--y las escuelas han sido una ficha más en ese juego de mezquindad. Nada más hay que ver cómo los distintos comisionados residentes se pelean por quien ha logrado más fondos Título I, fondos que se otorgan a comunidades con extremas necesidades económicas. Más asignaciones de Título I, lo que señalan es más pobreza. Lo que en un país normal sería motivo de preocupación, aquí se celebra orgullosamente como un logro fabuloso.
Hay explicación para el fracaso de nuestras escuelas.
Está en todas partes: en cómo vivimos, en el sentido de minusvalía inculcado a nuestra gente por generaciones, en la misma imposibilidad de lograr el consenso y compromiso que se necesita para empezar un gran proyecto para una nueva escuela pública. Claro, como sabe cualquier buen maestro, las explicaciones por sí mismas tampoco logran mucho, hay que hacer algo con ellas. Esa es la asignación que tiene el país.