El Tiempo Compartido

en recuerdo de mi hermano, Gilberto Concepción Suárez

Por Alma Concepción Suarez
Publicado en Claridad
9 de febrero de 2015

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Gilberto Concepcion Suárez junto a su padre Gilberto Concepción de Gracia y su hermana Alma.
Foto por: Suministrada por la autora

La muerte de mi hermano, Gilberto Concepción Suárez, me ha dolido profundamente. Para mí, además, ha significado la pérdida de mi infancia y adolescencia en un Puerto Rico que ha ido desapareciendo y del que ya queda muy poco.

 

Mi hermano y yo nacimos en los Estados Unidos, yo en Nueva York y él, cuatro años y medio más tarde, en Washington, D.C, en los años en que nuestro padre, Gilberto Concepción de Gracia, fue abogado defensor de Pedro Albizu Campos frente a los cargos de sedición que le había imputado el gobierno de los Estados Unidos. Eran los años de la Guerra Civil Española y de la Segunda Guerra Mundial, años de intensos debates sobre el futuro de Puerto Rico. La posguerra, sin embargo, fue un momento de descolonización en el mundo y de una gran expectativa por la causa de la independencia de Puerto Rico.

Fue en Washington donde junto a nuestra madre, Ada Suárez, y nuestra tía abuela, Josefa Díaz, que Gilberto Manuel y yo fuimos bautizados. Mi padrino fue el congresista Vito Marcantonio, defensor de la independencia de Puerto Rico ante el Congreso de los Estados Unidos. El de Gilberto Manuel fue Lorenzo Piñeiro, uno de los fundadores de la Asociación Puertorriqueña Pro Independencia en Nueva York. Regresamos a Puerto Rico en el 1944. Precisamente conservo una carta de mi papá, bajo la identidad de "Los Tres Reyes Magos", del 6 de enero de 1944, en la que me dice: "Esperamos verte el año próximo en Puerto Rico y llevarte muchas cosas a ti y a tu hermanito Gilberto Manuel, a quien acabamos de tener el gusto de conocer." La celebración de los Reyes fue una tradición que nuestro padre nos transmitió y quiso que honráramos siempre. Tal vez simbólicamente, es en un 6 de enero, Día de los Reyes, que mi hermano, setenta y un años más tarde, se ausenta de este mundo.

En esos primeros años del regreso a Puerto Rico, Gilberto Manuel y yo compartimos nuestras primeras lecciones de historia patria y de conciencia social, aprendidos de nuestro padre y en un hogar donde nuestra madre, nuestra abuela, bisabuela y tías abuelas nos enseñaron mucho sobre cómo afrontar la vida con dignidad y valor. Vivíamos en Santurce, en la calle Wilson # 1104, casa que desapareció en el 1954, expropiada por el gobierno para la construcción de la Avenida Baldorioty. En la Wilson pasábamos los días conversando con los vecinos: doña Lola Font Suárez, doña Matilde Francisco, las Danastorg, Mrs. Droz, o los amigos de nuestra edad que vivían en la calle Barcelona, en la Valencia, en la Ribot. Acompañábamos a nuestra abuela Amparo a la New York Department Store, a la Repostería El Cabito, o a encargar la compra a Plaza Provision. Gilberto Manuel fue al kinder de Mrs. Chabert en Piedraita y yo a la Escuela Lucchetti. Luego estuvimos en el Liceo Puertorriqueño, y yo más tarde en el Colegio Puertorriqueño de Niñas. No teníamos carro. No había llegado la televisión. Íbamos a los cines del barrio. Vimos muchas películas de Jorge Negrete y de Libertad Lamarque con Abuela Amparo que se moría de la risa y no dejaba oír en las de Cantinflas. Con Abuela Amparo y Pepa aprendimos a empalillar las flores que ellas preparaban para coronas de muerto y ramos de novia, que era la fuente de ingreso de la casa que mi abuelo había abandonado cuando mi mamá y su hermano Manuel Rafael tenían 5 y 3 años. Los sábados íbamos a casa de la abuela paterna Carmela y de Tití Geña en la calle Isern donde compartíamos con nuestros tíos y primos. Alborotosos durante el día, en las noches solíamos guardar silencio embelesados con los cuentos de la bisabuela Blandina.

Nuestros padres se divorciaron. Nos mudamos a Puerto Nuevo, una de las primeras urbanizaciones construidas por la Long Construction Company en el área metropolitana. Fuimos a la Escuela Superior de la Universidad. Llegó la televisión. Nuestra bisabuela nunca la entendió. Se vestía y se empolvaba para sentarse en la sala a verla y me regañaba cuando yo me aparecía en pantalones cortos diciéndome que qué dirían las personas que me estaban viendo desde la televisión. Tomábamos la guagua número 8 para ir a Río Piedras, frecuentábamos la Farmacia San Mateo donde Carlos Alvarado era el boticario y comprábamos en los colmados de la calle Andalucía, en aquellos tiempos en que un paquete de arroz costaba un poco más de 30 centavos. Recuerdo esos tiempos, y ahora me parece que la gente era entonces más generosa y la vida más amable. Por esos años yo comencé mi carrera de bailarina con Ballets de San Juan y Gilberto Manuel entró a la Juventud del Partido Independentista Puertorriqueño, partido que había fundado nuestro padre con otros correligionarios en el 1946. Asistimos a muchos mítines donde continuamos adquiriendo conciencia política y celebramos el logro del Partido cuando alcanzó el segundo puesto en las elecciones de 1952. Fueron aquellos los años de la Guerra de Corea, de la insurrección nacionalista, del establecimiento del Estado Libre Asociado y de la emigración masiva de puertorriqueños a los Estados Unidos. Compartimos las aspiraciones y los éxitos de nuestra madre, que dedicó su vida a escribir sobre Ramón Emeterio Betances, y Gilberto Manuel continuó acompañando de cerca los pasos de nuestro padre en su misión por los ideales de la libertad y la justicia.

Nos graduamos de la Universidad y nos casamos, Gilberto Manuel con Anita Castro y yo con Arcadio Díaz Quiñones. Eran los años de la Guerra de Vietnam, de las luchas por los derechos civiles en Estados Unidos y de la muerte de Martin Luther King. Nuestro padre luchó por mantener al Partido Independentista Puertorriqueño como instrumento democrático para alcanzar la soberanía nacional hasta su muerte en 1968, a la edad de 58 años. En el 1989 murió nuestra madre.

Mi hermano y yo compartimos el nacimiento y la crianza de nuestros hijos, mi trabajo con el Taller de Histriones y el suyo como abogado y crítico de cine. Tuvimos la gran fortuna de que la segunda esposa de nuestro padre, Abigail Díaz Alfaro, fue para nosotros amiga y confidente, y su hija Cordelia, una hermana más. Gilberto Manuel, casado con Lillian Camacho, continuó la tarea de recuperar y preservar la memoria de nuestro padre. Además de Lillian, le sobreviven sus hijos Ana María, María Elena, Soledad María y Carlos Gilberto, ocho nietos, y Ángel Rodríguez por quien tuvo enorme afecto. Arcadio y yo tuvimos dos hijos, Alfonso y Alicia y dos nietas. Es en ellos que queda la memoria de nuestro pasado y la esperanza del porvenir.